sábado, 21 de junio de 2025
Puertas giratorias del Hotal Grafton Capital de Dublin | Russell James Smith (Flickr)
Hace ya mucho tiempo que en España se habla de las «puertas giratorias» para denominar el paso que dan algunos políticos que dejan sus actividades públicas para irse a trabajar a empresas privadas, en las que, por supuesto, ganan mucho más de lo que ganaban en la política. Como no es un fenómeno exclusivamente español, sino que se da en todas partes, se ha lexicalizado la expresión inglesa «revolving doors» para designarlo.
Al empezar a analizar este asunto, lo primero que se le ocurre a una persona normal es que eso puede ser aceptable siempre que la empresa privada que contrata al expolítico no lo haga como pago a algún chanchullo que éste haya cometido durante su paso por la política para favorecer de manera irregular a esa empresa.
Pero el asunto tiene mucha más miga. Lo que la expresión «puertas giratorias» pone de manifiesto es la existencia de dos mundos, el de la actividad política y el de las empresas privadas, y, al mismo tiempo, nos invita a analizar cómo deben ser las relaciones entre esos dos mundos.
Para empezar, hay que preguntarse quién puede dedicarse a la política, es decir, qué características deben tener aquellas personas que quieren ser políticos. La primera e inmediata respuesta a esta pregunta sería muy sencilla: a la política tienen que dedicarse las personas a las que les preocupa el bien común, aquellas personas que tienen una serie de principios y de ideas que piensan que, si se aplican en la organización de la sociedad en la que viven, van a servir mejor para defender la libertad y para impulsar la prosperidad de todos sus conciudadanos. Si nos quedamos con este primer móvil de la vocación política tendremos que reconocer que el político es un ser siempre preocupado por los demás, hasta el punto de estar dispuesto a sacrificarse por ellos.
Pero la práctica nos está demostrando, y en España de una manera escandalosa, que la inmensa mayoría de los que cobran sueldos por dedicarse a la política no sólo no sacrifican nada por trabajar para el bien común, sino que, gracias a ser políticos, ganan mucho más dinero del que ganarían si ejercieran sus profesiones -los que las tienen- en el mercado libre. Mucho más dinero, incluso los que no incurren en delitos de corrupción.
Sin ánimo de caer en una actitud excesivamente inquisitorial, podríamos afirmar que existen indicios de perversión de la primitiva vocación de servicio a los demás cuando el que se dedica a la política gana más de lo que ganaba antes de tener un cargo público. Así de sencillo.
Y no tenemos más que echar una ojeada, por ejemplo, al Congreso de los Diputados para comprobar que sólo una ínfima minoría de los que allí se sientan están perdiendo dinero por ayudar al conjunto de los españoles. O contemplar las biografías de los dos últimos Presidentes del Gobierno socialistas, Zapatero y Sánchez, que, cuando llegaron a La Moncloa no habían ganado ni una sola peseta ni un solo euro fuera de la política porque, desde su primerísima juventud, ya estaban en el PSOE escalando posiciones.
Y es que en España el marco constitucional e institucional -metiendo entre las Instituciones a los partidos políticos- que nos dimos al recuperar la democracia en la Transición nos ha conducido a un sistema en el que, para entrar en política, lo más importante no es la vocación de servicio a los demás y la disposición a sacrificarse por ellos, sino la capacidad de obedecer a los líderes de los partidos. En resumen, que la inmensa mayoría de los políticos que hoy hay en España son apparatchiks que, desde muy jóvenes están en sus partidos, donde se han acostumbrado a hacer la ola al jefe, eso sí, a cambio de cobrar bastante más de lo que cobrarían si ejercieran sus profesiones -insisto, el que la tenga- en el mercado libre.
O sea, que la nobleza intrínseca que está detrás de la decisión de entrar en política hace mucho tiempo que en España está deturpada.
Esto tiene una serie de consecuencias que me atrevo a calificar de nefastas. Por un lado, el chico -o chica- que, a los veintidós años, sin haber acabado sus estudios, ya tiene un sueldo como concejal de un pueblo y que, después, continúa su carrera política de puesto en puesto, puede encontrarse con la trágica situación de que, por ejemplo, a los cincuenta años, un nuevo líder de su partido deja de ponerlo -o ponerla- en las listas y no tiene dónde ir a trabajar, porque lo único que ha hecho en su vida llamémosla laboral ha sido eso, aplaudir al jefe.
Por otro lado, en los partidos políticos españoles no hay quien levante la voz para criticar, aunque sea levemente, al jefe, por los peligros laborales y económicos que eso encierra. Esa situación ya estructural hace que muy pocas personas -si es que hay alguna- con una situación académica y profesional sólida se decida a dar el paso altruista de entrar en política perdiendo dinero, porque sabe que, en el partido, si habla libremente, nunca o casi nunca van a hacerle caso.
Y la última y más nefasta consecuencia de esto la tenemos en las tentaciones de corrupción que esos políticos, cuya supervivencia económica depende totalmente del dedo del jefe, puedan tener para asegurase el futuro, de lo que ahora estamos viendo ejemplos sin número.
Algo hay que hacer para acabar con esta evidente y profunda perversión. Y una de las posibles soluciones pasaría por, en vez de criticar las puertas giratorias, colocarlas a la entrada de los partidos, de manera que en ellos sólo se acepte para ocupar puestos en las listas electorales o en los órganos de la Administración a aquellas personas que ya tienen profesión y trabajo y, a ser posible que entren en la política dispuestas a perder dinero. De la misma forma que, cuando esas personas acaben su trabajo político, puedan coger de nuevo las puertas giratorias y volver a sus actividades privadas, donde seguro que ganarán más que en la política.
Por tener un padre pamplonica y suscrito al «Diario de Navarra» se puede decir que, allá por los años 50, aprendí a leer en sus páginas. Y recuerdo que a mis 9 o 10 años leí allí una cosa que se me ha quedado para siempre; y es que en Estados Unidos los candidatos a las elecciones tenían que demostrar que ya habían conseguido una buena posición económica, con el sólido argumento de que mal puede ayudar a los demás a mejorar su situación económica y social el que no ha sido capaz de mejorar la suya. Puede que sea un sofisma discutible, pero no acabo de encontrarle la posible contradicción interna que encierra, y llevo más de sesenta años dándole vueltas.
Así que no me canso de repetirlo: ¡vivan las puertas giratorias!
ESCRITO POR:
Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.
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