Un chico de los Escolapios de Bilbao

domingo, 31 de diciembre de 2023

Francisco Javier Echevarrieta, luego Txabi Etxebarrieta, autor del primer asesinato de ETA en 1968



En diciembre de 1966 en la casa parroquial de Gaztelu (Guipúzcoa) se celebró la primera parte de la V Asamblea de ETA y en marzo de 1967 en la Casa de Ejercicios de la Compañía de Jesús de Guetaria (Guipúzcoa) la segunda.

ETA había nacido a finales de los años cincuenta como una especie de escisión del PNV provocada por jóvenes nacionalistas a los que les impacientaba ver cómo sus padres se acomodaban cada vez más en la vida del régimen de Franco, que iniciaba su despegue económico.

Hasta esa V Asamblea en el entorno etarra se movían algunos filólogos e intelectuales que querían promocionar y difundir la lengua y la cultura vasca, junto con militantes más jóvenes que empezaron a considerar la lucha armada como instrumento para conseguir la independencia de las siete provincias vascas del Euskadi que había inventado Sabino Arana.

Estos embriones de terroristas comenzaron a buscar su modelo en las luchas por su independencia de los países colonizados por las potencias occidentales que entonces estaban en plena ebullición y se fijaron especialmente en lo que el FLN argelino había hecho para separarse de Francia. Para eso tenían el libro de Frantz Fanon, «Los condenados de la tierra», que, con prólogo de Jean Paul Sartre, era una llamada a esa lucha armada con, además, el ejemplo de Fidel Castro.

Con esa inspiración algo habían empezado a hacer, pero cosas muy menores: algunos explosivos contra monumentos, algún atentado en vías férreas sin desgracias personales y algunos robos y pequeños atracos.

Pero llegó la V Asamblea. Sin entrar en detalles, que quedan para los historiadores, parece probado que en esas dos reuniones de 1966 y 1967 tuvo un protagonismo esencial un chico de 22 años, Francisco Javier Echevarrieta Ortiz, que había estudiado el bachillerato en los Escolapios y estaba acabando la carrera de Económicas en Bilbao. En esa asamblea se tomó la decisión de dar un salto cualitativo en la denominada lucha armada y pasar a los atentados selectivos contra policías, guardias civiles y, en general, contra representantes del Estado; es decir, empezar a matar. Y el joven Echevarrieta, convertido ya en Txabi Etxebarrieta, se reveló como el más lanzado y dispuesto a encabezar ese salto cualitativo.

Poco más de un año después, el 7 de junio de 1968, Txabi mató en Tolosa a sangre fría al guardia civil de Tráfico José Antonio Pardines y desencadenó así lo que, a partir de entonces, va a ser ETA. No es este el sitio para contar pormenorizadamente la historia de sus crímenes, pero sí de señalar algunas de sus consecuencias. La última sería que el Ayuntamiento de Pamplona tenga hoy un alcalde heredero directo de los asesinos, y la penúltima que en España gobierne un socialista gracias a que los herederos directos de los asesinos han decidido que gobierne.

Pero hasta llegar a lo que hoy vivimos han sido muchas las consecuencias trascendentales que aquella decisión de Echevarrieta ha tenido para la política española. Algunas, merece la pena identificarlas.

Empecemos por la importancia que va a tener la inclusión de los crímenes de ETA en la Ley de Amnistía de octubre de 1977. Esa Ley, que es la clave de arco de la Transición -y no hay más que leer la intervención del comunista Marcelino Camacho defendiéndola-, era la manifestación formal del abrazo de las dos Españas, que llevaban siglo y medio enfrentadas. Era el grito esperanzado del ¡nunca más! discordias y guerras civiles, y la forma de manifestar la voluntad de establecer una democracia en la que los ciudadanos fueran los protagonistas de la vida política. Era cerrar para siempre la Guerra Civil.

¿Qué pintaban en esa Amnistía los etarras que hasta ese momento habían cometido 66 asesinatos? ¿Dónde estaban los brazos abiertos, como los de Camacho, por parte de ETA? Y, sin embargo, la atmósfera de generosidad que se respiraba entonces llevó a las primera Cortes democráticas, recién constituidas, a incluir a los etarras en aquel perdón y abrazo colectivo. Los principales argumentos para hacerlo fueron dos. Por un lado, la consideración de que la violencia de ETA había sido la respuesta a una dictadura opresora, con el corolario de que, acabada la dictadura y establecida la democracia donde pacíficamente podrían defenderse todas las aspiraciones, desaparecerían las razones para esa violencia. Y también, la consciencia de que muchos de los 89 presos de ETA que estaban en las cárceles ya habían demostrado explícitamente su rechazo de la lucha armada.

Este último argumento tenía parte de verdad, y ahí están nombres como los de Mario Onaindía o Teo Uriarte, los dos condenados a muerte en el Consejo de Burgos de diciembre de 1970, que, una vez libres, van a comportarse como demócratas impecables. Pero hubo otros que, una vez conseguida la libertad, volvieron al crimen.

Pero el argumento de que ETA había sido una respuesta contra la dictadura se vino abajo al día siguiente de la aprobación de la Amnistía. Desde ese día ETA va a asesinar a 3 personas en 1977, a 66 en 1978, mientras se está redactando la Constitución, a 80 en 1979, a 98 en 1980 y así sucesivamente. Cifras que no merecen comentario.

ETA, con su presencia criminal, va a tener una influencia indudable en la política española desde entonces. La primera ha sido la hipertrofia de los nacionalismos. Los peneuvistas, que habían dormitado sacando beneficios de los años de Franco, se animaron a recoger las nueces que los terroristas hacían caer del árbol con sus crímenes y pusieron el listón de sus aspiraciones más alto para que los chicos de ETA no les acusaran de ser timoratos. Y los catalanes, de los que se hablaba menos, también se pusieron a recoger nueces. No olvidemos que la Lliga, el partido de la Cataluña nacionalista, empresarial y burguesa, se unió con pasión indescriptible a Franco; y que ERC, con Tarradellas de líder histórico, estaba bastante arrepentida de sus errores y disparares durante la Guerra Civil. Pero, animados por lo que hacían los sucesores de Echevarrieta, todos se pusieron a pedir más.

De ahí algunas de las decisiones que los padres de la Constitución tomaron y que el tiempo ha demostrado que no fueron tan acertadas como creímos cuando las conocimos, llenos del espíritu de concordia de aquellos tiempos. Porque el espíritu de nuestra Constitución es inmejorable: que no fuera de nadie para que fuera de todos. Pero hay palabras y artículos que no se habrían redactado así de no ser por los crímenes que ETA estaba cometiendo. Desde la confusa «nacionalidades», que aparece ya en el artículo 2 y que aún nadie ha sabido identificar, hasta la Disposición Transitoria Cuarta, sobre lo que puede pasar en el futuro con Navarra, pasando por todo el Título VIII, que crea un Estado de las Autonomías para satisfacer a catalanes y vascos y que hoy, aunque ha dado algunos buenos frutos (y ahí está la Comunidad de Madrid), ya no cabe la menor duda de que ese objetivo no lo ha conseguido ni mucho menos.

¿Y no será todo esto consecuencia de lo que un chico de 22 años desencadenó hace ahora 56 años y de los errores y cobardías nuestras?

ESCRITO POR:

Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.