Turrón de «stracciatella»

domingo, 18 de diciembre de 2022

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Cursi: dícese de aquel espécimen de ser humano que pretendiendo ser elegante tiende en exceso a la sensiblería ya sea de tipo verbal o decorativa. El cursi mondo y lirondo es inofensivo, pero ¡ojo!, puede llegar a ser cursi redomado o de remate, escalando de manera exponencial en el nivel cursilístico tolerable, cuando llega la Navidad.

Es en Navidad cuando puede dar rienda suelta a su cursilismo sin temor a ser señalado, entrando en una vorágine de rojos, dorados, champagne rosé, villancicos insufribles que pregonan que es tiempo de amor y amistad y, por supuesto, felicitaciones navideñas con la fotografía de su mascota graciosamente ataviada con un gorrito rojo y pompón blanco (invoco seriamente al Gobierno sobre este tema: algo va a tener que decir sobre esto la nueva ley de protección animal, por favor).

Durante la Navidad el cursi de remate se siente como el tímido en la fiesta de la espuma después de tomar siete cubatas: ávido y presto a desinhibirse nos castiga sin piedad con su elocuencia y profundo conocimiento navideño.

Seguramente usted lo ha estado observando desde hace unas cuantas Navidades (nótese ahora que aquí sí se puede poner en plural). Es fácil de encontrar: normalmente publica muchos stories vestido con un horrendo jersey rojo con un reno cuya nariz encarnada brilla (sí, sí, ¡que tiene luz, oiga!), consume ingentes cantidades de turrón de praliné (I mean, what?), reniega de manera soberbia del espumillón, prepara una cena de Noche Buena healthy y, sobre todo, en vez de poner un pesebre, nacimiento, misterio o belén, el muy cursi, pone un pueblecito de Navidad.

Es el pueblecito de Navidad la máxima expresión de esta especie, que suele también denostar otro tipo de tradiciones. El cursi, a pesar de ser fiel a su generalmente acérrimo ateísmo, necesita celebrar etapas en la vida, por ello también nos somete a ocho discursos, pseudomonólogos del club de la comedia, el día de su no-boda, cuando bajo un arco de flores en el que se sujeta la mano con su amor, nos hace escuchar a sus amigos, que implacablemente le someten a escarnio público, hablando de sus graciosas intimidades. También es, evidentemente, propenso a celebrar no-bautizos y no-comuniones, por supuesto con mucho más boato que el resto de los rancios mortales que no saben ser originales, vaya por Dios.

Es el pueblecito de Navidad la máxima expresión de la cursilería, lleno de amorosos y gordinflones viejecitos sonrientes, niños rubios (hombre, no se queje usted, al no ser un belén, no tienen que tener necesariamente aspecto de hebreos…), casitas y tiendecitas llenas de regalos, chocolate, caramelos y mucha, pero que mucha, luz. Los alegres infantes montan en tío vivo y juegan en la nieve, plenos de alborozo muy hygge y tremendamente cursi. ¿Pero dónde están la mula y el buey? ¿Y la mirra (sea eso lo que sea)?

En cualquier caso, ustedes coincidirán conmigo que todo se fue al carajo cuando el turrón de stracciatella entró en nuestras vidas. Cuando no había tanto cursi, se celebraba sin complejos que nacía Jesús, poniendo un belén con pastorcillos y un Herodes escondido entre las palmeras, sólo se podía elegir entre turrón blando o duro (y había que correr para pillar el blando y no dejarse los piños), a los niños se les daba sidra El Gaitero porque emborrachaba menos que el champán, reservado a los mayores, y se colocaba un escuálido árbol engalanado como una orgía de bolas de plástico y espumillón. El cursi es generalmente también propenso a montar un árbol (que no sabe lo que representa) que más que un pino parece una robusta secuoya decorada por un amenizador de fiestas infantiles con posibles problemas mentales. Pero esto, queridos, es otro tema que da para una extensa reflexión… Tengan paciencia con el cursi, no puede evitarlo. ¡Felices Pascuas!

ESCRITO POR:

Profesora de Derecho civil. Licenciada y Doctora en Derecho cum laude por la Universidad de Murcia. Abogado. Escritora aficionada y kamikaze sin filtro.