R.I.P. erudición

martes, 18 de abril de 2023

Estatua de un estudiante en Guildford, Condado de Surrey (Inglaterra) / Matt Brown (flickr)



Pues resulta que estaba yo el otro día impartiendo sabiduría en un aula universitaria en plena enajenación mental (puede darme en cualquier momento de mi perorata), entrando en trance, en éxtasis, próxima al clímax, explicando (casi declamando) mediante un hilo argumental irrefutable cuestiones de suma importancia de índole metafísica acerca de las grandes obras de la literatura universal, cuando una alumna levantó la mano. La osadía de la juventud es casi blasfema. ¿Qué puede ser tan importante?, me pregunté yo. La alumna, con toda la desfachatez y el descaro de que era capaz (¿la están viendo?: chándal tornasolado, cola de caballo bien alta, unos inconmensurables aros de plasticurri dorado en las orejas, uñas tan largas que hacen replantearse volver a tocar nada que ella haya tocado antes…) me dijo: «profesora, el próximo día no puedo venir a hacer la práctica que has puesto porque tengo cita para ponerme tetas».

¿Se imaginan mi cara?

No puedo decir que ocurra lo mismo en todos los rincones del planeta, pero les puedo asegurar sin temor a errar, después de catorce años dando clase en la universidad, que en España estamos muy cerca del abismo.

Recuerdo un tiempo en el que ignorante, el paleto, aquel que no tuvo la oportunidad de estudiar, sentía vergüenza de sí mismo en presencia de alguien que sí había tenido la suerte de acceder a una formación superior. Hoy día es justo al revés. Y esto, queridos, es lo más cercano al averno en la Tierra. No puedo negar, porque también he sido joven (aun cuando fui, desde luego, una adolescente muy peculiar), que mis intereses se hallaban muy alejados de los de mis profesores cuando yo estudiaba. Sin embargo, sí era capaz de darme cuenta de lo incompleta que era, y no porque no tuviera una talla de sujetador propia de una tabernera austríaca.

La culpa de esto la tiene el engaño colectivo al que todos hemos sucumbido cómodamente. Además de la irresponsabilidad que supone como sociedad el asegurar a los jóvenes que tienen que embarcarse en un bucle formativo de grados y másteres cuyo fin es sólo el de tenerles entretenidos para que tarden en acceder al mercado laboral, se trata de un engaño parte de tres premisas falsas. En primer término, resulta que ahora se va a la universidad a formarse para encontrar un trabajo, no para ser más sabio, no para aprender a pensar, no para ser más brillante y desde luego no para ser más culto.

En segundo lugar, nos han dicho por activa y por pasiva (sobre todo las universidades privadas, negocios al fin y al cabo) que todo el mundo puede ir a la universidad. De modo que puedes tener un cociente intelectual inferior a la media y ser jurista, aunque tu retraso te haga incapaz de relacionar ideas mínimamente complejas o seas profundamente inculto. Claro que sí, ¿cómo no vas a poder estudiar Derecho Romano estando seguro de que la República llegó hasta el siglo XVI o el Primer Triunvirato hasta el XIV? Un alumno me aseguró una vez en clase que la Reconquista fue una de las Guerras Carlistas más importantes. No es broma.

Por último, quizá ustedes no lo saben, pero la universidad ha sido invadida (infestada en realidad) por pedagogos, que han venido a regañarnos como a críos porque tenemos la vergüenza de enseñar cosas en vez de habilidades, competencias, resultados y objetivos de aprendizaje (soy incapaz de distinguirlos). La explicación es muy sencilla para ellos: el conocimiento está en Internet, de modo que no es necesario meterlo en la cabeza; sin embargo, las habilidades adquiridas son fundamentales. Ignoran a la ligera, con consecuencias catastróficas, que el conocimiento es lo que te da criterio para pensar y opinar.

A los colegios ya les invadió este virus antes que a la universidad. Así, desde hace tiempo ya no tienes que aprenderte los afluentes del Tajo, sino sentirte como uno de ellos. Eso sí, morirás al confluir en un inmenso mar de incultura e ignorancia supina. Es sencillamente, la muerte de la erudición.

Y yo, pobre de mí, debo recibirlos en la universidad, sin pasar ningún filtro decente, debiendo dar unas primeras clases de gramática y ortografía elemental; traen la cabecita como sus escritos, esto es, desprovistos de la más mínima estructura, concatenando frases inconexas. Ya saben: sujeto, verbo y predicado.

Ahora los alumnos universitarios se forman en habilidades: cómo hablar, cómo exponer, cómo buscar información… Y digo yo, ¿hablar de qué, si no hay nada en la azotea? La respuesta se me revela evidente en este momento: hablar de nada, como un pedagogo.

Sé que mis afirmaciones pueden parecer exageradas, pero ya se acordarán de mí cuando se vean defendidos en un pleito por un abogado que sólo estudió panfletos prefabricados en una plataforma y que, por supuesto, nunca sabrá quién fue San Raimundo de Peñafort, no digamos Ulpiano… Advertidos quedan.

ESCRITO POR:

Profesora de Derecho civil. Licenciada y Doctora en Derecho cum laude por la Universidad de Murcia. Abogado. Escritora aficionada y kamikaze sin filtro.