¿Por qué estudiar latín?

miércoles, 12 de abril de 2023

Retrato de Marco Fabio Quintiliano (detalle), natural de Calahorra y autor de la Institutio Oratoria / Tomás López Enguídanos, Imprenta de la Administración del Real Arbitrio de Beneficiencia (Madrid). Wikimedia Commons



Cinco razones, para abrir boca

Hace unos años le leí a un traductor y poeta italiano muy fino, de cuyo nombre no quiero acordarme, el aventurado aserto de que el latín era un remordimiento. No sé qué pesar encontraba en haber estudiado latín en sus años mozos, ni por qué juzgaba sus estudios juveniles como algo malo o reprobable. Cosas de la agudeza y el arte de ingenio, que diría nuestro Gracián. El caso es que entre los españoles medianamente instruidos que todavía estamos en este mundo de desdichas, pocos ya podemos sentir ese remordimiento. De las generaciones en formación aún menos podrán disfrutar de ese pícaro privilegio. Las hordas del progreso han conseguido imbuir en la población española la idea de que la formación de los jóvenes se ha de fundamentar en unas cuantas habilidades («competencias» las llaman) de utilidad para la vida corriente y un saco de conocimientos de ciencia aplicada. Para qué más. Nada se tolera que huela a añejo, sepa a natural, toque augustos tiempos pasados, se vea como sublime o disuene de la estridencia ambiente. En la búsqueda del hombre nuevo de los mesianismos hodiernos no se pretende otra cosa que pergeñar gente incolora —bueno, más bien de un solo color—, inodora —que no produzca gases ni residuos, con ausencia de huella de carbono— e insípida —más bien, ignorante y desmemoriada—.

Ahora bien, como yo no soy tan fino como el italiano y no creo que haya que sentir remordimientos o pesar por haber estudiado la lengua de Roma, sino más bien alegría y regocijo, voy a ofrecer a quienes lean estas líneas —para reconfortarlos, si han estudiado latín; o para abrirles el apetito, si no lo han hecho— cinco razones por las que se debe seguir estudiando latín y, en especial, se debe enseñar latín a cuantos más jóvenes en edad de formarse sea posible.

Hermann Hesse, notorio escritor en lengua alemana galardonado con el Premio Nobel en 1946, renegaba de su paso por la escuela, en donde «sólo aprendió latín y mentiras», según dejó escrito en Lektüre für Minuten. No está claro si lo uno estaba incluido en lo otro o si eran entidades separadas las mentiras y el latín. Ese malestar escolar que comparte un buen número de mortales solía, ciertamente, estar asociado con el estudio del latín. Por eso, la síntesis que hace Hermann Hesse viene muy a cuento. Y, debido a esa mala conciencia por los sufrimientos que acarreaba estudiar, entre los cuales se encontraba en lugar destacado el latín, desde principios del siglo XX se empezó a sentir la necesidad de justificar la presencia del latín en la formación de los jóvenes, como si ese sufrimiento fuera causado simplemente por el estudio de una lengua que ya no se hablaba, muerta, inútil. Quizá, ingenuamente, se pensaba que dejando a un lado el estudio del latín, la escuela se transformaría de un siniestro centro de tortura en un beatífico balneario. Repetidamente se ha venido aplicando esa receta en los últimos tiempos, especialmente en España desde la infausta ley de educación «Villar-Palasí», pasando por la no menos infausta LOGSE hasta llegar a sus excrecencias LOE y LOMLOE, sin que las tímidas LOCE y LOMCE hicieran nada por enderezar la tendencia; y el resultado, en contra de lo esperado por los apóstoles de la nueva pedagogía, ha sido burricie y absentismo. Pero, se sigue con el perjudicial tratamiento terapéutico y, para nuestra desesperación, hay que seguir produciendo muestras, como la presente, de ese género literario de las apologías suplicantes.

Uno de los tópicos del género a que me refiero consiste en exaltar la grandeza histórica de la lengua de Roma. En latín se organizó la compleja trama de la burocracia del Imperio Romano, que heredó la Iglesia Católica en Occidente. En latín, precisamente, se predicó el evangelio. En latín se desarrolló la educación incluso durante la Edad Media; sin el latín no se puede entender ese extraordinario fenómeno intelectual que se conoce por el nombre de Universidad, denominación que no es más que la simplificación coloquial de la universitas studiorum, en romance «el conjunto de las empresas intelectuales», si se me permite como traducción esa perífrasis epexegética. En latín llevaba sus diarios Cristóbal Colón a bordo de las carabelas; y en latín Pío II arengó a la Cristiandad tras la caída de Constantinopla en manos del sultán turco, para que se luchara por la patria nostra.

Pero, claro, para los detractores del latín todo ese pasado glorioso no es más que una letanía de Abuelo Cebolleta. Así que, yendo al grano, veamos qué razones de enjundia conceptual, y no ya de alcurnia pasada, sigue habiendo para defender la necesidad de mantener el estudio del latín en la formación intelectual de los jóvenes. Daremos, para abrir boca, cinco, que se hallan íntimamente implícitas en la trama de la lengua latina.

En primer lugar, el latín es la base teórica del pensamiento lingüístico. Sin la especulación desarrollada por los gramáticos latinos no se habría podido entender el funcionamiento de las lenguas ni se habría creado una terminología que permitiera su análisis. ¿Qué podríamos decir con alguna coherencia acerca de las lenguas sin todas esas fascinantes palabras, como ‘declinación’, ‘caso’, ‘gerundio’, ‘conjugación’, ‘infinitivo’, ‘subjuntivo’ y tantas otras? Gracias al latín, que no es una lengua materna, se puede ir aprendiendo desde dentro el mecanismo que mueve las lenguas. Se puede reflexionar sobre los sonidos que conforman las palabras y su representación gráfica. El estudio del alfabeto latino y sus peculiaridades de lectura es la llave para entender fenómenos cuya comprensión a partir de la lengua materna no sería posible. Estudiando cómo se han convertido en el español y las demás lenguas románicas las palabras latinas se agencia uno una caja de herramientas utilísima para entender la diversidad lingüística, sus causas y sus efectos. Si uno desconoce la diptongación de las vocales breves tónicas (‘muerdo’, ‘siento’), las palatalizaciones primarias (‘año’, ‘ocho’) y secundarias (‘abeja’, ‘conejo’) o la epéntesis de palabras como ‘hombre’ o ‘sembrar’, se ha perdido una de las revelaciones más gozosas del entendimiento de la lengua propia. El estudio de la gramática latina permite ir de los elementos sonoros, las sílabas, las palabras y sus agrupaciones regladas por medio de la coordinación y la rección, hasta las frases y su combinatoria por yuxtaposición, coordinación o subordinación, siguiendo una jerarquía lógica. Según sostenía W. Kroll, un sapientísimo filólogo alemán, «a la enseñanza del latín le corresponde la alta misión de iniciar en la esencia de los fenómenos lingüísticos y con esto, dar al discípulo un tesoro para la vida.»

En segundo lugar, y claramente relacionado con lo que acabo de decir, la lectura y estudio de una lengua en que se ha expresado en toda su complejidad el pensamiento humano tiene un indudable efecto enriquecedor en el vocabulario. Esta virtud es la que más se suele destacar entre gentes de idioma no derivado del latín, como ingleses y alemanes, ya que para ellos es evidente que la incorporación de palabras latinas a sus lenguas ha supuesto la elevación de esos idiomas y su conversión en verdaderas lenguas universales. Cuánto más no se debería destacar este beneficio del estudio del latín para españoles, que hablamos un retoño del feraz tronco latino. De hecho, ninguna lengua moderna ha podido alcanzar su verdadera madurez conceptual y expresiva hasta que se ha empapado de latinidad. Sin el latín, ninguna de ellas, incluida la española, habría podido pasar de una medianía balbuciente, ni habría dado una literatura apreciable. En resumen, se podría decir que el latín no es una lengua más, sino que es la lengua que ha sabido encarnar la racionalidad. No es la lengua de la conversación o la vida cotidiana, aunque pueda también servir a propósitos modestos, sino la lengua de la reflexión compleja.

En tercer lugar, mencionemos una simpática cualidad que siempre se ha atribuido al latín, a saber, la «gimnasia mental». El estudio de las declinaciones, las reglas de concordancia y la jerarquizada sintaxis latina implican una rigurosa disciplina mental, algo así como un cálculo matemático, pero con palabras. En efecto, la realidad humana no se agota en las fórmulas matemáticas, que no nos hablan del bien y del mal, de los afectos, de la alegría o de la tristeza, del deber o la culpa. Lo formativo del latín reside en el proceso lento, constante y analítico que su estudio implica. Los textos latinos contienen palabras desconocidas en las que hay que detenerse y desentrañar su significado, el denotativo y el connotativo. Al investigar su sentido se retrocede a su acepción más primitiva, a su genuino meollo. El contexto conduce nuestro intelecto a un proceso de abstracción cognitiva. En ese vaivén de lo concreto a lo abstracto se puede decir, sin temor a exagerar, que hay una verdadera gimnasia intelectual. Ya afirmó en su momento Henri Poincaré, destacado matemático nominado 51 veces para el premio Nobel de Física a principios del s. XX, que el latín era la mejor preparación que podía tener un futuro estudiante de ciencias.

A tenor de lo dicho, parece incuestionable que el latín es el mejor camino posible para quien quiera aprender idiomas, muchos idiomas. Adiestra en gramática, proporciona una red semántica tupida y fortalece la capacidad cerebral a base de disciplina y ejercicio. Quot linguas calles, tot homines vales proclamaba el proverbio latino; es decir, parafraseando en romance, tu valor personal aumenta en proporción directa a las lenguas en las que tienes pericia. Como siempre, en latín se dice con menos palabras y, por tanto, con mayor efectividad.

Y, para acabar este surtido de razones, como corolario a esa riqueza lingüística que lo caracteriza, el latín proporciona unos fundamentos sólidos de argumentación retórica; es decir, con el estudio del latín la persona adquiere una capacidad mayor para articular sus pensamientos y expresarlos de modo convincente; y así llevar a término la vieja aspiración de Marco Fabio Quintiliano, el gran maestro de oratoria del s. I y autor del manual que educó al Occidente medieval. Tal aspiración, ese objetivo de la buena educación, consistía en lograr que el alumno fuera vir bonus dicendi peritus, «un hombre bueno, ducho en hablar». Cómo ayuda el latín a conseguir la bondad moral a la que hace referencia la primera parte de la definición de orador que da el de Calahorra, lo explicaremos en otra ocasión. Para abrir boca, baste lo dicho hasta aquí.

ESCRITO POR:

Catedrático de Bachillerato de Latín por oposición libre desde 1983 y ha sido profesore de Latín y Griego en Institutos públicos de distintas localidades de España