Milan Kundera

sábado, 29 de julio de 2023

Tropas nazis entran el 13 de marzo de 1939 en Brno, ciudad de la República Checa en la que nació Milan Kundera en 1929 | Archivo Federal de Alemania



La muerte de Milan Kundera el pasado 11 de julio en el París de esa Francia donde se había refugiado cuando en 1975 consiguió escapar del paraíso comunista de su Checoslovaquia natal me ha hecho acordarme de la contumaz cerrazón del Comité Nobel para no darle el famoso premio a él, que, sin duda, ha sido el mejor novelista de los últimos cincuenta años. Quizás ex aequo con Philip Roth, al que también los «sabios» suecos castigaron sin un galardón que sus lectores les otorgábamos cada vez que leíamos una obra suya.

Para entender por qué estos «sabios censuraron (hoy, para utilizar la terminología de la dictadura woke de la corrección política, diríamos cancelaron») a esos dos grandes escritores, quizás sea bueno leer lo que decía el obituario que el New York Times publicó al día siguiente de la muerte del autor de «La insoportable levedad del ser»: «Mr. Kundera could be especially pitiless in his use of female characters -so much so that the British feminist Joan Smith, in her book “Misogynies” (1989), declared that “hostility is the common factor in all Kundera’s writing about women”». Al leer esta majadería no es de extrañar que Alain Finkielkraut, el gran pensador francés y activo militante contra todo tipo de estupideces, haya definido al periódico neoyorquino como «la Pravda del wokismo».

Pues sí, como comprobamos por la cita que el periódico insignia de la corrección política incluye, ya desde los años ochenta del siglo pasado los inquisidores (e inquisidoras, claro) de esa ideología dominante habían condenado al descomunal escritor checo porque en sus novelas salen mujeres y hombres que se buscan, se hablan, se quieren, se unen, se gozan, se rechazan, se comprenden a veces y a veces no, en fin, como ha ocurrido siempre; con la enorme ventaja para sus lectores de que sus reflexiones acerca del amor y el erotismo, que es uno de los asuntos principales de sus novelas y nouvelles (porque también es un maestro en el género de las nouvelles), siempre son profundas, sugerentes y brillantes. Pero eso no lo pueden aceptar los gurúes del pensamiento único y esa es la razón por la que no premiaron nunca a Kundera y tampoco a su amigo Philip Roth, al que también han puesto la etiqueta de misógino para cancelarlos juntos.

Pero no escribo aquí para criticar a suecos y a wokistas. Ni tampoco para exponer y analizar pormenorizadamente la vida y la obra de este autor absolutamente genial (traducido ya a más de ochenta lenguas), entre otras cosas porque, con motivo de su muerte, ya le han dedicado páginas con esa información básica. Sino para recordar la huella de la lectura de algunas de sus novelas y de sus ensayos, porque también ha sido un ensayista de inmensa inteligencia, profundidad y atractivo.

Empezaré por ocuparme de un malentendido que le ha perseguido siempre. Como su primera gran novela, «La broma» (1967), narra una historia de los tiempos de la Checoslovaquia comunista y, lógicamente, contiene una crítica sin paliativos del comunismo, ha habido siempre una tendencia a colocarle la etiqueta de «disidente», algo contra lo que él siempre se ha rebelado con el argumento irrebatible de que lo que él era y quería ser es novelista. Y sí, de «La broma» se puede hacer una primera lectura política, pero lo que allí encontramos de verdad es una reflexión llena de agudeza sobre los sentimientos humanos, empezando por el amor, que es el más capital de todos. Una reflexión llena de humor, porque el humor va a ser una constante en todas sus obras. Prueba de ese humor podrían ser estas dos citas de «La broma»: «muchos, después de haber unidos sus cuerpos, piensan que han unido sus almas y se creen automáticamente autorizados, por esa creencia engañosa, a tutearse»; o la otra que es el texto de la postal que desencadena la tragedia: «¡El optimismo es el opio del género humano! ¡El espíritu sano apesta a estupidez!».

Por supuesto que toda su obra es un alegato contra el totalitarismo, pero no sólo contra el comunista que sufrió en su patria checa, sino contra toda forma de totalitarismo, cuya aparición, por cierto, identifica inteligentemente como el momento en que se suprime «el divorcio entre lo privado y lo público». Igual que llega a decir brillante y acertadamente que «la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido». Por eso, en sus escritos se prefigura ya una crítica al totalitarismo identitario o wokista que hoy nos oprime. Sin embargo, siempre se manifestó firmemente contrario a lo que se ha llamado el compromiso de los intelectuales que se empeñan en dar mensajes políticos concretos.

Si hay una idea de la que, por el contrario, ha sido siempre un militante convencido es la cultura. A reflexionar sobre ella dedicó su ensayo más famoso, «El Occidente secuestrado o la tragedia de la Europa central». Publicado en 1983, cuando llevaba ocho años de exilio en Francia, es un alegato apasionado en favor de la cultura de los países de esa Europa central, entonces bajo la bota soviética y también entonces olvidados por las biempensantes élites occidentales. Kundera, en ese texto fundamental, reivindica las raíces culturales que esos países, Polonia, Checoslovaquia, Hungría o Rumanía, comparten con el resto de los países de Occidente, a la vez que denuncia la poca atención que en éstos se presta a la cultura de los países que entonces se decían del Este. La experiencia está demostrando que haber vivido la tiranía nazi e, inmediatamente después, la comunista ha hecho que tanto los ciudadanos como los intelectuales de esos países sean los europeos que hoy más valoran la libertad y que más han pensado en cómo defenderla, hasta el punto que no es exagerado afirmar que allí, en esos países que fueron dominados por la Unión Soviética, puede encontrarse hoy esa «reserva espiritual de Occidente» que, después de la Guerra Civil, algunos de los vencedores reivindicaban como título para España.

Su militancia en favor de la cultura se manifiesta en su enciclopédico conocimiento de la literatura universal, de Boccaccio a Hemingway, pasando por Cervantes, del que, por cierto, se declara siempre heredero como novelista y al que, junto a Rabelais, considera uno de los creadores del «gran invento del espíritu moderno: el humor». Y no digamos nada de sus magistrales análisis musicales, en los que demuestra unos conocimientos y una sensibilidad musical fuera de lo común. Por eso, por ese amor a la cultura occidental, a diferencia de los progres de manual, nunca quiere hacer tabla rasa del pasado; todo lo contrario.

Muchos críticos literarios han llamado la atención sobre la importancia que tienen para «enganchar al lector las primeras palabras de una novela; así, aquel «La heroica ciudad dormía la siesta» de Clarín en «La regenta», o el «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo» de Gabriel García Márquez en «Cien años de soledad», por no hablar del archiconocido inicio del «Quijote»; pues aquí queda el principio de «La vida está en otra parte», la segunda novela de Kundera: «Cuando la madre del poeta se preguntaba dónde había sido concebido el poeta, sólo podía tener en cuenta tres posibilidades: una noche sobre un banco en una plazuela, una tarde en el apartamento de un amigo del padre del poeta, o una mañana en un romántico rincón de los alrededores de Praga». No digo más.

ESCRITO POR:

Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.