«La comedia humana», de William Saroyan

lunes, 13 de noviembre de 2023

Donna Reed, Mickey Rooney, Fay Bainter y Dorothy Morris en «La comedia humana» (1943) | MGM-Loew's-Cineplex



Ganar corazones para la literatura (II)

«Esa gente de ahí son armenios. Lo sé por los sacerdotes con barba y por la alegría de los niños. En eso creen: en Dios y los niños». Esta frase se encuentra en una joya literaria poco conocida hoy en día: la novela titulada La comedia humana (1943), cuyo autor fue William Saroyan (1908-1981), escritor norteamericano de origen armenio. Sus primeras historias se publicaron en la década de los años treinta del pasado siglo y buena parte de ellas se basan en sus propias experiencias de la infancia y la adolescencia vividas entre los agricultores armenio-americanos que trabajaban en el valle californiano de san Joaquín. Tal es el caso, por ejemplo, de My Name is Aram (Me llamo Aram), una colección de historias sobre una familia de inmigrantes armenios.

Pero de lo que me interesa dar cuenta es, precisamente, de la novela La comedia humana. Saroyan sitúa la acción en lugar inventado, el pueblo de Ithaca, al que localiza en un espacio que conoce bien: el valle californiano de san Joaquín. Y escribe la obra a partir de sus propios recuerdos: aquellos años vividos en su lugar de nacimiento, Fresno (California), junto a su familia, que se dedicaba al duro trabajo del campo. El protagonista de la novela es Homer (de ahí, entre otras razones, lo del nombre del pueblo), un muchacho de catorce años que trabaja como repartidor de telegramas, lo que le va permitir ser testigo de las alegrías y de las tristezas de sus conciudadanos. Estamos en plena Segunda Guerra Mundial y varios jóvenes de Ithaca luchan en los campos de batalla europeos.

Un dato curioso: Louis B. Meyer le encargó a Saroyan un guion cinematográfico en el que el escritor debía relatar sus años pasados en Fresno. Así lo hizo, pero al todopoderoso Meyer le pareció muy largo y le pidió a Saroyan que lo recortara. Este no quiso. De manera que fue Howard Estabrook quien reescribió el guion. Lo extraordinario es que Saroyan convirtió en novela su guion y la publicó antes de que se estrenara la película. Estamos, pues, ante el sorprendente caso de que, pese a lo que se pueda pensar, la novela no es la fuente de la película, como tantas veces pasa en el cine. Sea como fuere, el guion de Estabrook sirvió para que Clarence Brown dirigiera The Human Comedy en 1943 con Mickey Rooney interpretando de modo magistral a Homer Macauley. No se puede decir lo mismo, en vista de las malas críticas que tuvo, de la película de 2015 Ithaca, dirigida por la actriz Meg Ryan, con guion de Erik Jendresen, y en el que Homer es interpretado por el actor Alex Neustaedter.

Pero volvamos a la novela. A través de los telegramas que Homer va entregando por los hogares de Ithaca, el lector, convertido en espectador privilegiado, contempla la vida de sus habitantes y, lo que es más importante, también entiende el empeño de Saroyan por destacar lo que él considera los cimientos que han de sustentar al ser humano: el esfuerzo, el amor, la caridad, la familia, la bondad.

La obra se vertebra en una serie de estampas agavilladas entorno a una familia de «gente pobre y honrada»: la viuda Macauley; Marcus, el hijo que está en la guerra, y del que se tienen noticias a través de las cartas que escribe; Bess, la única hija, que estudia en una universidad pública; Homer, el adolescente de catorce años, mensajero de telégrafos, oficio que ha empezado a ejercer para ayudar al sostenimiento de su casa; y Ulysses (un nuevo guiño al título de la novela), que tiene cuatro años, que todo lo ve, que es todo alegría e inocencia, y que choca los talones como expresión de felicidad. A partir de ese núcleo familiar, Saroyan teje un tapiz en el que se dibuja el cotidiano vivir de los habitantes de Ithaca. La figura principal es Homer cuyo empleo le lleva a entregar, por ejemplo, telegramas en los que el Departamento de Defensa comunica a los padres la muerte de un hijo durante algunos de los combates librados en la Segunda Guerra Mundial. El espabilado muchacho irá aprendiendo y madurando a base de observar el sufrimiento y el dolor de unos padres que han perdido a su hijo, pero también le ayudarán a crecer los consejos que le dan buenas personas o ese ir y venir por el pueblo empapándose de todo lo que va viendo y escuchando. A este respecto, cabe decir que La comedia humana sería un excelente ejemplo del género de «novela de aprendizaje» o Bildungsroman.

He hablado de gente pobre y honrada, pero también —y ni mucho menos es contradictorio— quiero hablar de gente buena. Así lo vemos en el caso de la señorita Hicks, la profesora más veterana de la Escuela Secundaria de Ithaca. Las palabras que le dirige a Homer en un momento de la novela deberían estar esculpidas en los frontispicios de todas las escuelas del mundo: «No me importa si una de mis criaturas es rica o pobre, brillante o lenta, genial u obtusa, con tal de que tenga humanidad, de que tenga corazón, de que ame la verdad y el honor, de que respete tanto a sus inferiores como a sus superiores». Estas palabras, pronunciadas por una mujer que lleva toda una vida entregada a la formación integral de sus alumnos, son todo un monumento a los valores esenciales sobre los que no solo ha de apoyarse cualquier joven para crecer moralmente, sino cualquier nación o patria que se precie de ser tal: libertad, humanidad, verdad, honor y respeto a sí misma.

Podríamos hablar de personajes como el señor Spangler, director de la oficina de correos, que contrata a Homer, aunque solo tiene catorce años, porque sabe que el joven necesita llevar dinero a su casa. O del señor Grogan, el telegrafista del turno de noche, un personaje entrañable al que enseguida se le coge cariño. Pero quiero destacar la enorme ternura que nos inspira la relación entre Ulysses, el benjamín de los Macauley, y Lionel, un joven discapacitado mental. Cuando Lionel le dice a la madre de Ulysses «No les gusto [a las personas] porque soy tonto», esta le responde: «No lo eres, Lionel. Eres el chico más amable de todo el vecindario. Pero no te enfades con los demás, porque son buenos chicos». La mirada limpia e inocente con la que el pequeño Ulysses siempre ve a su amigo Lionel es uno de los grandes logros de la novela.

Ahora bien, en modo alguno me gustaría que el lector se quedara con la idea de que esta novela viene a ser una suerte de almibarado relato que empalaga o que sus personajes viven en una idílica Arcadia feliz. No es verdad. La cifra y razón de La comedia humana reside en el hecho de que sus personajes son conscientes —porque lo experimentan diariamente— del dolor y el sufrimiento que habita en el mundo y en sus vidas. Y la madre de Homer lo dice con toda claridad: «Si a un hombre no le ha hecho llorar el dolor del mundo solamente es medio hombre, y en el mundo siempre habrá dolor». Pero lo grandioso y lo admirable es que, aun sabiéndolo de primera mano, ninguno se deja llevar por el desaliento y el pesimismo, sino que sigue luchando día a día, aunque la espada del dolor le atraviese el alma, tal y como le ocurre a la señora Macauley al final de la novela. Creo que no es mala lección para los tiempos recios en los que vivimos.

ESCRITO POR:

Francisco de Asís Florit Durán es Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Murcia