Homo orbi lupus

jueves, 11 de mayo de 2023

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No sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero yo me acerco cada vez más acongojada al cubo de la basura. Y es que tengo dudas más que serias sobre dónde tirar cada deshecho producido por mi humilde (y lleno) hogar. El ejemplo más claro es el del papel de plata (o de aluminio, no quiero ser poco inclusiva con todas y cada una de las regiones de este país). ¿Dónde, por Dios y por la Virgen, se tira el papel de plata? Y el film transparente, ¿es plástico? Los pañales son de celulosa, pero las sujeciones adhesivas no… ¿los separo?

Estas y otras cuestiones de ecología y sostenibilidad me están empezando a quitar el sueño. Alguna vez he llegado a pensar que un funcionario municipal podía inspeccionar las inmundicias del cubo de la comunidad de vecinos y averiguar que soy una mala e irresponsable ciudadana. Por mi culpa, ¡por mi gran culpa!, el mundo acabará bajo una montaña de porquería incapaz de auto desintegrarse, dejando una huella indeleble en el planeta durante millones de años.

Otras veces, sin embargo, abrumada por tanta responsabilidad, lo mando todo al carajo y tiro los desperdicios donde me da la gana… Sí, a veces acumulo durante semanas las botellas de vidrio vacías en una bolsa muy cutre medio escondida en la cocina y, cuando ya no puedo más, lo tiro a escondidas en el cubo de los deshechos inclasificables. Es, les digo por si no lo han probado, una sensación liberadora, como cuando una se salta la dieta y tiene un absceso de felicidad (en realidad es el azúcar colonizando los espacios de su cuerpo vedados con titánica fuerza de voluntad durante semanas). Pero, como con la dieta, después llega el arrepentimiento, más fuerte aún, más doloroso si cabe…

Esta sensación de ser una auténtica escoria humana se acrecienta vertiginosamente ante la presencia de un nuevo tipo de plasta: el «pureta ecológico», término con el que pretendo dar una nomenclatura clara tanto al ecologista común como a sus adláteres (animalistas, naturalistas…, ya saben). Es ese ser indescifrablemente perfecto que quiere que te pongas bragas menstruales, que compres en mercados de cercanía y que desea, anhela y ansía volver al pleistoceno, siempre que allí haya internet para poder reprocharte constantemente todo lo que haces mal desde su perfil (este chico no trabaja para no contaminar, supongo).

Si bien antes te paraban por la calle grupos de testigos de Jehová asegurándote el pronto advenimiento del fin del mundo, ahora somos bombardeados con la idea de un juicio final en el que San Pedro sólo te dejará pasar si has reciclado correctamente. El nuevo apocalipsis está aquí irremediablemente.

Algunos de estos soporíferos seres se han agrupado en sectas pseudomasónicas en las que mediante complicados ritos adoran de nuevo, como en la prehistoria a la que desean volver, al dios sol, la diosa tierra, el dios árbol y un sinfín de deidades representativas de la naturaleza. Al ser humano no, pues es indiscutiblemente inicuo.

A la diosa de la fertilidad, muy popular allá por la edad del bronce, no les ha dado por adorar tampoco; más bien, según tengo entendido, propugnan con mucho entusiasmo la necesidad de esterilizarse en pareja para salvar el planeta, para que no sea el hombre (ya no es un lobo para el propio hombre sino para la Tierra) quien la disfrute, haciendo caso omiso al mandato divino (ya saben: reproducíos y poblad la Tierra). Lo bueno y deseable es, pues, que sean las alimañas quienes campen a sus anchas por el planeta, comiéndose todo lo que pillan y obedeciendo a sus improrrogables necesidades fisiológicas por doquier.

En un alarde de generosidad, totalmente desprovisto de animadversión o de la soberbia que ustedes me puedan querer achacar, debo alabar tan magnífica iniciativa. Eso sí, les exhorto a hacerlo bien para que no quede sobre la faz de la Tierra ningún vestigio de su suprema estupidez.

Cierren al salir.

ESCRITO POR:

Profesora de Derecho civil. Licenciada y Doctora en Derecho cum laude por la Universidad de Murcia. Abogado. Escritora aficionada y kamikaze sin filtro.