Elecciones y papeletas

lunes, 17 de julio de 2023

Listas por Madrid - Papeletas de los principales partidos / Elecciones Generales Julio 2023



El pasado 28 de mayo todos los españoles fuimos a las urnas para elegir a los concejales de nuestros Ayuntamientos y, además, los ciudadanos de muchas Comunidades Autónomas tuvimos que votar a los diputados de los parlamentos regionales. El próximo 23 de julio volveremos a votar para elegir a los diputados del Congreso.

Un ciudadano de Madrid, como es mi caso, el 28 de mayo tuvo que introducir dos papeletas: una para las elecciones municipales, en la que figuraban 57 nombres, y otra para las autonómicas, que llevaba nada menos que 135 nombres. Y el próximo día 23 la papeleta que introduzca para elegir diputados nacionales llevará 37 nombres.

Es decir, que con esas papeletas el votante está dando su confianza a un conjunto bastante amplio de personas. No hace falta decir lo que es más que evidente: el votante no conoce a casi ninguna de esas personas a las que les está dando su confianza para que lo representen. Repito por si no se ha entendido bien: en el sistema electoral vigente el ciudadano vota a ciegas porque sólo conoce, si es que lo conoce, al cabeza de la lista y, si acaso, a dos o tres más de los que componen esas candidaturas macroscópicas.

Esto, aunque lleve ya casi cincuenta años siendo así, es una aberración democrática. Con el sistema electoral actual, en España la relación de los electores con los elegidos no es que sea escasa, es que es inexistente. De ahí la enorme distancia que separa a los unos de los otros. Ni el elegido se siente responsable ante los que le han votado, ni los electores saben a quiénes tienen que dirigirse para pedirles cuentas o para expresarles deseos o aspiraciones.

Consecuencia de esto es la hipertrofia de poder de los partidos, que son los auténticos electores porque son los que ponen en sus listas a unos y quitan a otros. Pero hay más: esa hipertrofia se concentra, de una manera que me atrevo a calificar de perversa, en el líder del partido, que, así, se convierte en una especie de déspota. Por eso nuestro régimen democrático que, teóricamente, es una monarquía constitucional, lleva ya muchos años funcionando como si fuera una república presidencialista. Tal es el poder que el líder que consigue gobernar ejerce sobre sus diputados, que estos le deben a él, y no al pueblo soberano, su puesto y su sueldo.

Esto se ha percibido de una manera especialmente nítida con Pedro Sánchez, que no ha tenido el menor reparo en actuar como un autócrata desatado, para lo que hasta ha intentado, a veces con éxito, postergar, anular y casi borrar del mapa al Jefe del Estado, a nuestro Rey Felipe VI.

Quizás fuera bueno conocer por qué en España tenemos ese sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas que nos conduce a la aberración de votar sin saber a quién votamos.

Todo empezó el 16 de diciembre de 1976, con el referéndum en el que fue aprobada muy mayoritariamente la Ley de Reforma Política, con la que el régimen franquista se hizo definitivamente el harakiri. Había que convocar elecciones libres y con todas las garantías democráticas. Para eso hacía falta una ley electoral homologable con la de los demás países occidentales. Para elaborarla, el gobierno de Suárez, el 20 de diciembre, creó un comité formado por los Secretarios Generales Técnicos de los ministerios de Justicia, Miguel Herrero de Miñón; Gobernación (aún no se llamaba de Interior), Juan Alfonso Santamaría Pastor; y Presidencia, Miguel Vizcaíno. Los tres eran juristas de altísimo nivel. Los ministros respectivos eran Landelino Lavilla (Justicia), Rodolfo Martín Villa (Gobernación) y Alfonso Osorio (Presidencia, con rango de Vicepresidente del Gobierno), que tendrán un protagonismo importante en aquel delicadísimo proceso porque supervisaron en todo momento el trabajo del comité.

Al elaborar la Ley Electoral debían tener en cuenta que la aprobada Ley para la Reforma Política incluía dos criterios para las futuras elecciones: la proporcionalidad y la circunscripción provincial.

Lo primero que tuvieron que hacer fue buscar la fórmula de evitar el principal problema que plantea el sistema proporcional: la proliferación de partidos con representación parlamentaria, que en aquellos momentos era una amenaza real porque se estaban legalizando partidos por decenas, hasta el punto de que se acuñó la expresión “sopa de letras” para designar el panorama que se estaba formando. Había que mantener la proporcionalidad pero introduciéndole un factor de corrección que evitase la dispersión de los votos y favoreciese la formación de mayorías; y por eso optaron por la Ley d´Hondt, que se aplicaba en países de solera democrática como Bélgica, Países Bajos o Austria. Fue aceptada, y ahí está desde entonces.

Otro de los problemas que tuvieron que resolver fue la escasa implantación de los partidos políticos, recién legalizados, y el desconocimiento que los ciudadanos tenían de los mismos. Para ayudar a las cúpulas de los partidos nacientes a controlar la estructura que estaban creando, los redactores de aquel Real Decreto-Ley optaron por que los partidos presentaran listas cerradas y bloqueadas en cada circunscripción.

Esta decisión fue de las más controvertidas, y lo sigue siendo. El Vicepresidente Osorio se opuso rotundamente a ella con el sólido argumento de que así se entregaba la suerte de los candidatos a los estados mayores de los partidos políticos y no a la preferencia de los electores. Sin embargo, su atinada propuesta de desbloquear las listas no prosperó, en parte porque, con listas abiertas, el escrutinio se hace mucho más complicado; y, sobre todo, porque los demás ministros, empezando por Suárez, querían que los líderes de los partidos acumularan poder y controlaran a los candidatos.

De esa decisión de presentar listas cerradas y bloqueadas proviene, como he expuesto al principio, que nuestro sistema democrático se haya convertido en una partitocracia, es decir, en un régimen donde el poder no reside en el pueblo, sino en los partidos. Porque el ciudadano, cuando vota hoy, no conoce a quién vota, sino la sigla bajo la cual se presenta. El colmo de este desconocimiento absoluto del elector respecto a los elegidos lo vemos en todas esas elecciones en las que a los pobres votantes se nos ofrecen listas con un número desmesurado de candidatos.

Han pasado 46 años y sería el momento de reformar en profundidad nuestro sistema electoral, pero no hay muchas esperanzas de que eso ocurra, precisamente porque no parece que las cúpulas de los partidos, con todo el poder que el sistema actual les otorga, estén dispuestas a cambiarlo y a perder ese enorme poder.

ESCRITO POR:

Licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la Universidad Complutense, Profesor Agregado de Lengua y Literatura Españolas de Bachillerato, Profesor en el Instituto Isabel la Católica de Madrid y en la Escuela Europea de Luxemburgo y Jefe de Gabinete de la Presidenta del Senado y de la Comunidad de Madrid, ha publicado innumerables artículos en revistas y periódicos.